Virginia Woolf es, probablemente, una de las mejores dramaturgas que ha dado el teatro occidental. Y, sin embargo, la extraordinaria calidad de su producción dramática todavía está lejos de ser justamente reconocida. Se trata de una vieja historia que en nuestro país nos resulta demasiado familiar, porque de cierta manera también es la historia del teatro de Mercè Rodoreda —de quien solo se llegó a estrenar una obra en vida, cuatro años antes de morir— o de Caterina Albert —quien, antes de adoptar el seudónimo de Víctor Català, había compuesto una docena de piezas teatrales, además de comenzar otra docena, pero ninguna de estas obras llegó a subir a los escenarios hasta de manera póstuma y casi a cuentagotas.
Es cierto que, en el caso de Woolf, su producción dramática se limita a una única obra, Freshwater (Una comedia), finalizada en 1935 pero comenzada a escribir en 1923 —más o menos al mismo tiempo que redactaba su primera gran novela, Mrs. Dalloway. Pero esta única obra es tan compleja y brillante, que por sí sola ya merece ocupar un lugar eminente dentro del canon teatral del siglo XX.
La relación de Virginia Woolf con el teatro, sin embargo, no se limita a la comedia Freshwater. La autora escribió varios ensayos sobre las artes escénicas, consciente del valor problemático de la performatividad en contraste con los discursos estrictamente textuales. Y, publicada un año después de su suicidio, su novela Entre los actos —una apasionante indagación sobre el arte escénico a través del ambicioso espectáculo performativo de una tal Miss La Trobe— además de relatar la vida transcurrida entre actos también daba vida a la obra representada, con unos diálogos teatrales tan fascinantes como la escenificación imaginada.
El punto de partida de Freshwater parece una broma: una fotógrafa, un filósofo, un pintor, un poeta y una futura actriz pasan las horas juntos en un aparente reducto de paz y tranquilidad, lejos de la gran ciudad. Se trata de figuras bien conocidas del mundo cultural victoriano británico, pero la apariencia de sátira historicista de esta élite cultural —probablemente ya olvidada por buena parte de las generaciones posteriores— no rebaja en absoluto la universalidad de la comedia que Woolf nos propone.
Funciona de maravilla sin necesidad de conocer los referentes de la obra, porque sus conflictos son tan universales como la problemática relación entre generaciones, la difícil comunicación entre almas irremediablemente solitarias, las violencias que oculta cualquier vida aparentemente apacible, la frustración de los afanes de trascendencia en un mundo sin grandes autoridades estables ni duraderas, o la ambivalente relación de dependencia y rechazo entre una modernidad y la tradición que la precedía.
La comedia no solo pone en el centro las violencias que se derivan de todo intento de capturar la realidad en imágenes deliberadamente duraderas; también reflexiona sobre la posibilidad de ponerse en crisis individual y colectivamente, incluso “liberarse”, sea lo que sea que eso signifique, gracias al reconocimiento de la contingencia de la propia identidad, así como de las múltiples dependencias —tanto físicas como “imaginarias”— que atraviesan cualquier existencia. Así, retratando ácidamente la generación de su tía-abuela (la fotógrafa Julia Margaret Cameron), Virginia Woolf también estaba construyendo de alguna manera un agudo autorretrato que ponía contra las cuerdas a su propia generación, la cual se había apresurado a “romper” lo antes posible con las manías de los grandes tótems de la generación anterior. En este sentido, no parece casual que dentro de este universo acuático, en el que todas las certezas se vuelven de algún modo “líquidas”, encontremos un extraño hilo que conecta “el agua dulce, fresca” del pueblo de Freshwater con “el agua turbia” que sugieren las siglas del distrito londinense donde residían la autora de la comedia y su círculo de amistades, West Central, tal como la comedia nos recordará cuando un personaje decide huir de Freshwater para irse al WC…
Pocos meses antes de morir, Virginia Woolf dedicó un precioso ensayo a Ellen Terry, primera dama del teatro británico. Desde su madurez creativa, Woolf reconocía en la autobiografía de Terry la obra de una verdadera escritora, a pesar de que la actriz se hubiera “avergonzado” de sus bocetos literarios. De alguna manera, este ensayo cerraba el círculo iniciado con Freshwater, sobre todo si tenemos en cuenta que la misma Woolf había “rebajado” su propia pieza teatral —tal como buena parte de los estudios sobre la escritora no dejan de recordarnos— en una muestra de pereza intelectual que durante un siglo ha privado a la obra de la atención que le correspondía.
(La actriz Ellen Terry, por cierto, también fue madre de dos creadores escénicos excepcionales: Gordon Craig y Edith Craig. Si bien Gordon Craig es seguramente más conocido por la profunda influencia que tuvo en toda Europa sobre el arte de la puesta en escena, su hermana Edith Craig también fue una mujer de teatro de gran relevancia. Actriz, productora y diseñadora de vestuario, además de sufragista y lesbiana, Edith Craig serviría de modelo a Woolf precisamente para el personaje de Miss La Trobe, la enigmática protagonista de Entre los actos.)
Es la primera vez que se representa esta obra de la gran autora inglesa en nuestro país.
Realmente es para celebrar que los Teatres del Farró, con una encomiable vocación de servicio público, hayan decidido inaugurar el nuevo teatro La Fàbrica con esta propuesta tan ambiciosa que sube a diez intérpretes al escenario, y que será el estreno en España de esta obra maestra de la gran Virginia Woolf.inia Woolf.